Dicen algunos que son 3.000, otros que 4.000 y hay quienes hablan de 3.600 motocarros en las calles de Soledad. Este municipio en los últimos años sumó – a sus múltiples problemas – éste que ha disparado la informalidad en el transporte público. Se convirtió esta actividad en una respuesta al desempleo, pero también es una expresión del caos de Soledad, de la ausencia de gobiernos capaces de imponer autoridad, orden, respeto en esa ciudad, que se volvió un complicado e ingobernable gigante demográfico con impresionantes índices de marginalidad y pobreza y un grave problema ambiental expresado en el desecamiento de sus caños. Se parece Soledad a aquellos pueblos del Lejano Oeste norteamericano en los que no había ni ley ni sheriff.
Este fenómeno de los motocarros se creció al punto de que terminó desbordando a las autoridades locales, cuya inacción también obedece a que quienes participan de este negocio tienen influencias – palancas – para neutralizar o impedir cualquier acción institucional contra esta actividad informal. De hecho, hay personajes locales propietarios de hasta 100 motocicletas, y las facilidades que ofrecen los distribuidores las hacen fácil de adquirir. Las entregan sin cuota inicial.
Desde luego, este es un servicio que garantiza movilización rápida y barata a los usuarios, pero genera traumatismos en la movilidad y tiene todos los riesgos de inseguridad vial, sobre todo en la calle 30 donde estos vehículos circulan pese a estar prohibidos. Son una especie de peligro aviario: amenazan con llegar hasta el Cortissoz.
Es un transporte ilegal, pero las motocicletas que sirven de base a los caparazones de estos motocarros tienen placas: son vehículos reconocidos legalmente pero están al servicio de un transporte informal. La actual administración del alcalde Franco Castellanos no ha emprendido ninguna acción para desactivar esta modalidad de transporte. Es la confirmación de la impotencia del gobierno local frente al fenómeno. Nadie quiere ponerle el cascabel al gato.