La oleada de asesinatos en Barranquilla y su entorno metropolitano es una tenebrosa realidad que no podemos ignorar. Ni esconder. Ni maquillar estadísticamente. Y está pasando algo gravísimo. La muerte violenta se normalizó a tal punto que ya no nos escandalizamos.
Eduardo Verano y Alejandro Char, como otros gobernadores y alcaldes, son receptores de la violencia del narcotráfico. Conjurarla es imposible solo con los instrumentos locales. Ellos no manejan ni la defensa, ni la policía, ni la justicia, ni el sistema penitenciario. Se requeriría de una reforma del Estado para cambiar el escenario de las competencias territoriales. Lo que sí deben y pueden hacer es concurrir – dentro de la colaboración armónica del Estado – en el fortalecimiento continuo de estos órganos.
Para tal concurrencia, Verano y Char cuentan con la tasa que pagamos los ciudadanos destinada a seguridad. Un buen uso de estos dineros implica mayores énfasis en pertinencia y eficacia. Asimismo, son también esenciales los equipos humanos a cargo de los asuntos de justicia y seguridad.
Causa extrañeza ver por fuera de estos equipos a Guillermo Polo Carbonell, un dirigente que desde su rol de servidor público ha mostrado alto compromiso con el mejoramiento de la Justicia Penal. En los últimos años, gracias a él, se lograron innegables avances en la comprensión del funcionamiento de esta especialidad por unos estudios que incidieron en la política pública departamental, y se implementó el Sistema Integrado de Gestión y Control de Calidad y Medio Ambiente (SIGCMA). Hay que continuar vigorizando las capacidades de la Justicia Penal.
El narcotráfico es un negocio capitalista ilegal con una dinámica bárbara: hay disputas de rutas, de territorios, robos de cargamentos y, por supuesto, montones de cadáveres que aparecen baleados, o mutilados, o flotando en los ríos y los mares.
Surge una pregunta de fondo: si no se avizora la posibilidad de la legalización de la droga, ¿podrá el Estado colombiano poner a raya la violencia del narcotráfico o éste terminará transitando, como en Italia, a una fase en la que los grupos mafiosos logren cierto posicionamiento en los negocios legales y le bajen a la carnicería entre ellos? Hoy es difícil vaticinar posibles desenlaces.
En efecto, la mafia italiana ha evolucionado en la infiltración de los negocios legales sin cortar los hilos alimenticios con los negocios ilegales. Y la violencia entre sus grupos, llámense Sacra Corona, la Cosa Nostra o la Camorra, exige, desde luego, la acción antimafia del Estado, pero esa violencia no logra el nivel brutal del narcotráfico colombiano.