Enfocados como hemos estado durante un año en la agresiva peste del coronavirus, siento que al informe 2020 de Transparencia Internacional sobre la corrupción en Colombia no se le ha parado bolas.
Entre 180 países evaluados, el nuestro ocupó el puesto 92 con una calificación de 39 puntos donde 0 significa corrupción elevada y 100 ausencia de corrupción.
¿Por qué no hay progresos significativos en Colombia en la superación de la corrupción? Como director de Protransparencia no tengo una completa explicación a este interrogante. Salta a la vista, desde luego, que no hay una clara voluntad para doblegar el flagelo. Ni en las distintas instituciones del Estado. Ni en la totalidad de la comunidad empresarial. Ni en la ciudadanía se percibe una poderosa respuesta frente a las prácticas corruptas. Más bien lo que ha prosperado es cierta resignación cobarde ante un fenómeno que se intuye indestructiblemente peligroso. Y esto se traduce, además, en una masiva desconfianza.
Fácil, entonces, explicarse el mediocre lugar de Colombia en el escenario mundial en términos de transparencia. Con 39 puntos estamos muy lejos de los países que casi han erradicado la corrupción.
Lo trágico es que la corrupción no solo deteriora la imagen ética de un país, sino que agiganta sus problemas de pobreza y desigualdad. Como en el caso de Colombia.
Comparto que para debilitar la corrupción un buen punto de partida sería limpiar las inmundicias de los procesos electorales y elegir buenas personas a los cargos uninominales y a las corporaciones públicas. Si nos decidiéramos de verdad a higienizar el ejercicio de la política daríamos un paso monumental.
Por supuesto, la victoria en la lucha contra la corrupción depende de la ciudadanía. Y nadie puede reemplazarla. Desafortunadamente, ésta no ha alcanzado en Colombia la mayoría de edad. No hemos hecho el tránsito total del feudalismo político a la democracia. Por eso abundan los vasallos, los que en las elecciones se entregan a las perversas maquinarias compradoras de votos por hambre, por un puesto o por lo que sea. Todo esto termina afectando cancerosamente el funcionamiento del aparato público.
Como somos una democracia que tolera lo ilegal, muchos actores políticos creen que pueden estar por encima del imperio de la ley. Esa sensación de impunidad es la consecuencia de que los órganos de control y justicia no se distinguen por actuar con la drasticidad necesaria.
La transformación moral del país va a depender, creería, del rol que desempeñe el sistema educativo. Las nuevas generaciones de colombianos requieren tempranamente una formación en valores que prepare ciudadanos comprometidos con la probidad, la transparencia y la democracia. Es el único camino para que el país vaya saliendo de ese sórdido sótano de corrupción que ocupamos en los informes anuales de Transparencia Internacional.
@HoracioBrieva