La coca y nosotros

Colombia es una pequeña porción del globo terráqueo y tiene en la cocaína una de sus rentas principales.

Este negocio, el más globalizado del país junto al petróleo, el café y el carbón, se ha potenciado (de hecho, hoy es más grande y rentable que en la época de Pablo Escobar), porque en Estados Unidos y Europa –y en Colombia en los últimos años– ha crecido la demanda. Millones de personas gustan de este alcaloide para inhalarlo y acceder a artificiales paraísos.

Este negocio genera, con las toneladas que exporta y las ventas en el mercado nacional, un oceánico flujo en dólares, euros y pesos que se reparte, en distintas proporciones, entre distribuidores (que son los que más ganan), productores y decenas de miles de campesinos cultivadores, que son el eslabón de la cadena más próximo a la represión del Estado. En cambio, de los capos que comercializan la droga en las grandes ciudades estadounidenses y europeas, no se conocen ruidosas capturas ni judicializaciones ejemplarizantes.

Este negocio alteró la psiquis colombiana e incorporó la justificación del enriquecimiento veloz y como sea, y llevó la codicia a escalas demenciales que explican el excéntrico mundo de quienes en el narcotráfico alcanzaron la jerarquía de capos.

Este negocio logró, por la vía del blanqueo de capitales y el testaferrato, penetrar el entramado de la economía legal, inyectándole mayor capacidad de inversión y dinamismo a la actividad empresarial en determinadas áreas; en otras, donde han predominado empresas de gran liderazgo y tradición, el dinero mal habido no pudo permear.

La plata proveniente de la cocaína disparó los antivalores, el crimen y la guerra, pero también activó la acumulación y el ascenso económico de mucha gente, especialmente de quienes se han enriquecido en medio de la zozobra, la persecución, la muerte o la extradición.

Este negocio ha tenido en jaque al Estado colombiano durante décadas, como en los tiempos de las bombas de Escobar. Hoy hay un mar de coca que nos consolida como el primer productor mundial del estupefaciente.

La conclusión es que ni Estados Unidos, ni Europa, ni Colombia han encontrado salida distinta a la erradicación. El presidente Duque está en lo que han intentado los presidentes anteriores y probablemente el balance será, también, que no pudo. Porque hay un mercado tan grande y una avaricia tan enorme alrededor del negocio que destruirlo es imposible. La política internacional sigue estacionada en la demonización de una planta de maravillosas virtudes medicinales y alimenticias. Quienes gobiernan el mundo no han querido entender que contra la decisión de drogarse de millones de seres humanos nada se puede hacer. Prohibir nunca será la alternativa. Ahí están el alcohol y el cigarrillo que afectan tanto o más que la cocaína, y continúan contribuyendo a la felicidad (y a la muerte) de millones de personas.

@HoracioBrieva

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