Estamos, tal vez, en el peor momento ético de la historia de Colombia. Pero eso no significa que el país se desprenderá del continente y se hundirá en el mar con todas sus miserias y hediondeces. No. Y no ocurrirá porque los países no desaparecen aunque arrecie la corrupción y esta termine devorándolos. Lo que ocurre cuando los países caen en estos abismos morales es que se tornan inviables. Profundizan no solo su miseria ética sino su miseria económica, pues no conozco ningún país que sea profundamente corrupto y a la vez productivo, próspero y competitivo. Esa paradoja no es posible. No se ha dado ni se puede dar en ninguna parte.
Leo a León Valencia en su columna “Cagados y el agua lejos”, y su conclusión es objetivamente pesimista y categórica cuando dice que en este país “no hay, por el momento, indignación moral auténtica ni censura social y política. Aquí no hay ciudadanía…”.
Este diagnóstico desconsolador lo completa María Jimena Duzán con esta frase: “Ni los partidos políticos desprestigiados hasta los tuétanos, ni las altas Cortes, ni la Fiscalía, anegados por una mafia poderosa cuyo poder extorsionador podría llegar incluso a poner el próximo presidente de la República, quieren reformarse”.
Adela Cortina escribió que la democracia es “el paso del vasallaje o de la condición de súbdito a la de ciudadano”. Pero en Colombia, a pesar de los 200 años de república, esto aún no ha sido posible. ¿Pues cómo se explica tanta pasividad, tanta indiferencia, frente a lo que está sucediendo? Siguiendo el razonamiento de Cortina, lo que está pasando es que la mayoría de los ciudadanos cree –equivocadamente– que la honestidad, la honradez y la transparencia solo les concierne a los políticos y a los funcionarios del Estado. Y ciertamente les concierne, porque de ellos es de esperar una conducta honorable en la gestión pública, pero el nivel de moralidad de una sociedad teóricamente democrática como la nuestra, depende, ante todo, de la ciudadanía.
Cortina lo ha dicho con suma claridad en sus libros. Los árbitros de la moralidad en una sociedad democrática no son los políticos, ni los intelectuales, ni ninguna institución por muy respetable que sea. Los verdaderos protagonistas de la vida moral “son las personas normales y corrientes y, por eso, la moral cívica la harán ellas, o no se hará”. Eso es lo que tenemos que entender. Tomemos conciencia de que “somos los ciudadanos quienes hemos de hacer el mundo moral”, es decir, establecer una línea divisoria entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo justo y lo injusto.
A las mafias políticas y económicas enquistadas en el corazón del Estado solo las derrotaremos y las sacaremos los ciudadanos movilizados y en pie de lucha. Más nadie puede hacer esta tarea. Los cambios urgentes que necesita Colombia no vendrán del cielo.