RESPUESTA A EDUARDO LORA

Lo que sí me parece traído de los cabellos es que Lora sostenga que la resistencia al proyecto proviene de la alta sociedad barranquillera. En mi caso, que he sido uno de los comentaristas más enérgicos de Ciudad Mallorquín, ignoraba que ser periodista, columnista de EL HERALDO y director de Protransparencia me hace miembro de la alta sociedad barranquillera, porque de resto resido en un barrio de clase media, duermo en un apartamento modesto, conduzco un carro sencillo y no soy socio del Country Club.

El domingo 9 de junio, en El Espectador, Eduardo Lora escribió la columna ‘La segregación urbana: el caso Ciudad Mallorquín en Barranquilla’. Lora es economista y máster en economía de la prestigiosa London School of Economics.  Fue director de Fedesarrollo y economista jefe del BID. Es autor de varios libros.

Lora hace esta aseveración: “la posibilidad de que gente de clase media o baja de Soledad o de otros lugares se venga a vivir a Ciudad Mallorquín ha producido rechazo en la alta sociedad barranquillera, que preferiría que toda esa zona de la ciudad fuera exclusividad de los ricos”.

Ciudad Mallorquín está en Puerto Colombia, no en Barranquilla. Pero esa imprecisión es perdonable. Lo que sí me parece traído de los cabellos es que Lora sostenga que la resistencia al proyecto proviene de la alta sociedad barranquillera. En mi caso, que he sido uno de los comentaristas más enérgicos de Ciudad Mallorquín, ignoraba que ser periodista, columnista de EL HERALDO y director de Protransparencia me hace miembro de la alta sociedad barranquillera, porque de resto resido en un barrio de clase media, duermo en un apartamento modesto, conduzco un carro sencillo y no soy socio del Country Club. Además, no padezco lo que Adela Cortina llama aporofobia, que es la aversión a los pobres. Por el contrario, toda mi vida he militado en las filas de quienes creemos en la justicia social.

Lora afirma que hay un “rechazo elitista” y  “un caso paradigmático” de síndrome Nimby en el caso Ciudad Mallorquín. Otros columnistas han sostenido erróneamente lo mismo, trasladando de Estados Unidos un fenómeno de  hostilidad de vecinos a construcciones o actividades en su entorno.

Lora exalta que en “lugar de unas grandes mansiones para unas pocas familias, en Ciudad Mallorquín habitarán unas 16.000 familias”. En una columna del 9 de noviembre de 2022, yo  plantee que en esos predios excepcionales pudieron haberse contemplado dos opciones: o unas viviendas ecológicas que causaran un bajo impacto o una reubicación de Las Flores para que ese barrio sirviera exclusivamente al turismo. Sin embargo, en el transcurso de la discusión fui evolucionando a la convicción ambientalista que donde se levanta el proyecto nunca debió colocarse un ladrillo para conservarlo como un sumidero natural de carbono en un escenario de crisis climática que exige de los centros urbanos ser respetuosos de las áreas verdes que nos quedan.

Lora incurre en el sesgo malicioso de presentar Ciudad Mallorquín como un asunto de lucha de clases y no pronuncia una sola sílaba sobre el ecosistema barrido. Lamentable, creo, en un académico de sus pergaminos.

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