POR: Horacio Brieva Mariano.
Tras el funesto experimento de la reelección, se ha puesto en marcha una reforma política que –vaticinan los más optimistas– garantizará más equilibrio entre los poderes del Estado.
Pero lo de fondo –la forma como se ejerce y se usa la política en Colombia, con fines, en muchos casos, de enriquecimiento– no lo va a resolver ésta ni ninguna reforma constitucional.
Pepe Mujica, el presidente de Uruguay, dice que quienes gustan de la plata deberían alejarse de la política porque su esencia es el servicio desinteresado a la gente. Mujica es un ejemplo de lo que predica. No ocupa la casa presidencial, salvo para los eventos oficiales. Vive en una sencilla huerta en las afueras de Montevideo de propiedad de su esposa. Dona el 90 por ciento de su sueldo a causas sociales. Conduce un Wolkswagen, modelo 87. Proclama que un presidente no es un Dios ni un monarca. “Debería vivir como vive la mayoría de sus compatriotas”, dice. En Colombia, en cambio, los altos dignatarios del Estado tienden a creerse seres superiores salidos del sobaco de Zeus, lo que habla muy claro de nuestros –no superados– resabios monárquicos. Y suya es la bella frase de que “la corbata es un trapo inútil que ata el pescuezo”.
Mujica es ateo (aunque asegura tenerle admiración política a la Iglesia Católica), y, no obstante ser el presidente de Uruguay y su líder político más importante, lleva un estilo de vida que no siguen muchos representantes del catolicismo: gozan de grandes privilegios materiales mientras hacen la apología de la pobreza y del cielo eterno como recompensa a ésta. Ni el Papa Francisco, que se ha propuesto renovar la imagen del catolicismo, vive en la humildad de Mujica.
También para los jefes de las Farc y el ELN, Mujica debería ser el paradigma ideal. Fue guerrillero tupamaro, estuvo en la cárcel unos 15 años, y está demostrando que el camino es la democracia y no la lucha armada.
La transformación de la política en Colombia comenzará el día que se asuma esta actividad como un servicio y no como un trampolín para hacerse ricos. Este país empezará a creer en los políticos cuando surjan líderes despojados de todo engreimiento y de toda codicia por el dinero, como Mujica.
Hay que empezar por la pedagogía del ejemplo. No por la imposición de mecanismos de participación forzada, como el voto obligatorio, porque, en buena medida, la alta abstención histórica de los colombianos es una derivación del descrédito de los políticos. La política en Colombia es sinónimo de corrupción, de robo, de trampa.
Y no se trata de que los políticos en Colombia –como tampoco seguramente ocurrirá en Uruguay– tengan que irse a vivir a modestas casas de campo o que donen casi todo su sueldo a causas filantrópicas. Se trata es de que no roben. Adela Cortina lo dice mejor: “los políticos deben cumplir su cometido con honestidad, con honradez y transparencia”.
La admirable simplicidad de Mujica no es obligatoria. Sin embargo, sería la mejor utopía proponer que se convirtiera en la guía universal de la conducta de los políticos, y especialmente de los políticos colombianos.