El pulso entre la guerra y la paz (I)

Uno de los espacios de deliberación de la Universidad del Atlántico es el ‘Conversatorio filosófico de los lunes’, que nació hace 24 años. Lo dirige el académico sanjacintero, y entrañable amigo generacional, Numas Armando Gil. Gracias a su gentileza, hablé, a finales de este año, de un tema de actualidad: la guerra y la paz.

Desde Clausewitz la guerra ha sido definida como la continuidad de un conflicto político cuando no se puede resolver por medios pacíficos. Y en más de una ocasión se ha justificado, pues sólo a través de la guerra fue posible que la sociedad venciera estructuras políticas y económicas refractarias a los cambios. En octubre del año pasado, en una visita a China, lo comprobé. En ese gigantesco país asiático hubo una guerra prolongada, liderada por Mao, pero sin esa guerra China no hubiese podido librarse de una camarilla de políticos y militares que obstruía toda posibilidad de progreso. La guerra significó un derramamiento de sangre de la dimensión de un océano, pero resolvió esa contradicción a favor de los comunistas respaldados por millones de campesinos y obreros. Y China es hoy un ejemplo de éxito económico y transformación material, de avance en la ciencia, la educación, la cultura y el deporte. Yo que fui maoísta en los años setenta, y padecí, como muchos amigos generacionales, el castrador misticismo de la Revolución Cultural Proletaria, asumí, durante ese viaje, una actitud más benévola frente a mi pasado ideológico. De hecho, mientras cambiaba los dólares por yuanes no dejaba de observar en esos billetes rosáceos la efigie del presidente Mao. Desde luego, otro tema es si China debería funcionar políticamente como Occidente. Lo concreto es que 65 años después del fin del régimen de Chiang Kai-shek, ahí están los resultados. China casi iguala a los Estados Unidos y aspira a desplazarlo.

La guerra también fue inevitable contra España. Los patriotas comandados por Simón Bolívar nada hubiesen logrado si no se levantan en armas contra los peninsulares. Independencia sin guerra habría sido imposible.

Sin embargo, grandes y pacíficas movilizaciones populares han bastado para obtener un propósito político difícil. Ejemplo: la libertad de la India que Gandhi alcanzó con la desobediencia civil y que él sugirió al mundo -en medio de la Segunda Guerra Mundial- como método para enfrentar el poderío militar de Hitler. Por supuesto, si los aliados hubiesen seguido el consejo, la humanidad, seguramente, habría caído bajo la bota del nacionalsocialismo.

Tras este preámbulo, hablé en este conversatorio de la guerra colombiana. Empecé por la de 1899–1902, denominada la Guerra de los Mil Días. La motivación de ese conflicto fue la exclusión política, una constante en la historia nacional. El general Rafael Uribe Uribe lo resumió en esta frase: los conservadores no quisieron reconocer nuestros derechos y creyeron que el liberalismo no era capaz de hacer la guerra. Godos y liberales siguieron matándose en el siglo XX, con superior encarnizamiento después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Continuaré en la próxima columna.

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