¿Ahora sí va a haber paz?

Era martes 21 de abril de 1970. Las calles del país estaban agitadas por los resultados electorales del domingo 19. El colegio donde yo estudiaba había suspendido las clases, de modo que aproveché el asueto para observar en el Paseo Bolívar la multitud de anapistas enfurecidos que exigía se respetara el triunfo del general Gustavo Rojas Pinilla. A mi mamá no le gustó para nada aquella imprudencia de adolescente.

Pasadas las 7 de la noche, creo, apareció en las pantallas de los televisores blanco y negro de la época, la figura regordeta y pequeña del presidente Carlos Lleras con su acostumbrado “amigas y amigos”. Pausado y hábil conversador, Lleras hizo una larga perorata y anunció, cuando el reloj marcaba las 8, que los bogotanos tenían una hora para abandonar las calles y encerrarse en sus casas. “Quien desacate la orden, dijo con voz firme, tendrá que atenerse a las consecuencias”. El toque de queda empezó a regir en Bogotá, pero los gobernadores y alcaldes quedaban facultados para aplicar la medida si la situación de orden público la justificaba en sus territorios.

Lo que aún sigue asombrándome es la forma como Lleras defendió esas vergonzosas elecciones, vestido con un falso ropaje de demócrata y de imparcialidad. Argumentó que su deber era cumplir la Constitución y mantener la paz nacional, amenazadas, según él, por un plan subversivo que pretendía retrotraer a Colombia a los tiempos nefastos de La Violencia. Con esa “evidencia” amordazó a la radio y ordenó el toque de queda. Pese a que las  señales de fraude eran muy claras, lo que Lleras hizo en realidad fue defender el control bipartidista del Estado en poder de liberales y conservadores, quienes, con el Frente Nacional, pusieron fin a sus guerras, pero cerraron la democracia y creyeron que solo a ellos les pertenecía. Por eso, era imposible que a la Anapo le respetaran una victoria en las urnas.

Lleras pasó a la historia como el Presidente que mandó a dormir temprano a los colombianos, pero también como el que convalidó un fraude electoral que animó, pocos años después, la irrupción militar del M-19, cuya principal bandera política fue la ampliación de la democracia.

Ahora que las Farc parecen ir en camino de abandonar 52 años de lucha armada –porque a sus fundadores, la mayoría campesinos, los despojaron de sus tierras y sus animales–, cabe preguntarse si el cese de los choques armados entre la guerrilla y el Estado va a ir acompañado de un radical mejoramiento del sistema democrático. ¿Vamos a transitar hacia una democracia incluyente, sin compra y venta de votos, sin elecciones dudosas como la del 19 de abril de 1970, y sin genocidios tipo Unión Patriótica? Solo el tiempo dirá si este país fue capaz de civilizar la lucha política por el poder, aceptando que compitan, con las mismas garantías, los partidos de derecha, de centro y de izquierda.

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